Tuesday, August 02, 2005

CLETUS II

Sí, es como siempre. Un vecino oye disparos y llama a la policía. El primer coche patrulla que aparece ve la furgoneta, asi que el comisionado, como siempre, decide que es mejor llamar al jefe. Y al pobre jefe, como siempre, le pillan en mitad de un polvo con Sylvie, la rechoncha recepcionista.

Encima, por si la interrupción no le ha puesto ya de un humor de perros, sabe que que para este asunto no tiene más remedio que volver a recurrir a mí, así que se le acaban quitando las ganas de follar durante al lo menos un par de días.

Mala suerte para Sylvie, supongo.

Es lo mismo que ocurre cada vez, exactamente lo mismo. No creáis que mi trabajo es muy distinto de los otros, al final con el tiempo todo se resume en una suerte de rutina. Lo único que cambia es la cantidad de munición, y esto último sólo depende de lo aburrido que llegue a sentirme. Por lo general, tampoco soy un tipo especialmente divertido.

El jefe sólo me ha dado la dirección. Yo tampoco he hecho más preguntas. Dudo que me vaya a encontrar con algo nuevo, aunque lo cierto es que la furgoneta es lo más cochambroso con lo que me he tropezado en meses. Lleva las pegatinas colocadas al revés. Si las llega a ver al jefe puede terminar por darle ese famoso infarto con el que lleva amenazando desde que le conocí.

La casa, por otro lado, es de lo más normal. Dos pisos más buhardilla, cuatro habitaciones. Han dejado entronada la puerta principal, pero no soy tan idiota: hay un enorme charco de sangre en el felpudo. Doy la vuelta y pruebo por la de la cocina. Esta también está abierta.

El primer cadáver es el de una mujer. Va muy arreglada, debe de ser la madre. Tiene un agujero del tamaño de su cabeza en la espalda, eso es todo. Parece que no la ha tocado. Mejor, no nos beneficia para nada ese tipo de morbo.

Paso por encima de ella con todo el sigilo del que soy capaz y amartillo mis semiautomáticas gemelas. Aparte de esto, no necesito prepararme para lo peor, ya os lo he dicho antes: estoy más que acostumbrado. Me limito a contar los cuerpos. Dos, tres, cuatro... Cinco.

Joder, cinco: el del seguro va a ponerse histérico. Y nuestro contable también, me lo puedo imaginar: cada vez que ocurre algo así nuestros clientes se multiplican. Así son las cosas, no me preguntéis por qué. La gente es gilipollas y le gusta arriesgarse. A pesar de que luego parece que no soportan tan bien lo de morir.

Le encuentro en el salón, sentado con las piernas cruzadas y arrullando el sexto cadáver entre sus brazos. Ya van seis: el cálculo ya vuela hacia la estratosfera. Entonces me doy cuenta de lo surrealista de la escena. Por Dios, espero que sólo le esté arrullando.

Cuando me ve, sonríe. Como si aceptara su destino. Todos hacen lo mismo. La verdad es que no sé a quién quieren engañar. Este numerito me pone siempre de muy mala leche. Gasta un segundo en pensárselo mejor y otro segundo en alargar la mano hacia la escopeta recortada. Yo empleo mucho mejor ese tiempo y le vacío los dos cargadores en la cara.

Tengo buena puntería y me aseguro de que ninguna bala vaya dónde no tiene que ir. De todos modos ya sé que lo de hoy es un poco excesivo. Puedo ver la cara del forense cuando venga a recogerle.

Me dirá:

–¿Vaya, hemos tenido una mala semana?
Y yo le contestaré con mi mejor mueca esayada:
–¡Qué cojones, Frank: tú ya sabes cuánto odio a los payasos...!

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